La biblioteca fantasma

¡Qué país, Miquelarena!


Perdimos a un escritor. A Jacinto Miquelarena Regueiro se le lanzó al baúl de los olvidados y allí sigue. Ha habido quien, a contracorriente, ha avisado de la calidad de los escritores falangistas. Se han vuelto a publicar obras perdidas y nadie duda hoy de que Agustín de Foxá y Rafael Sánchez Mazas, por nombrar a dos de los más evidentes, son grandes escritores. A Miquelarena, aun siéndolo también, nadie le ha tendido la mano que le permitiera recuperarlo.

Nació en Bilbao en 1891 y se dedicó desde el principio al periodismo deportivo. Sus primeros libros lo fueron de viajes y de humor, géneros que valen poco en esto de las medallas literarias. Imagino que entonces sus obras tendrían cierto éxito, pero no sé si fueron valoradas con un espíritu crítico a la altura de su escritura. En Libros de viaje y libreros de viejo, un «ensayo bibliográfico» de F. Bello Sanjuán, se reseña una obra de Miquelarena: El gusto de Holanda (1929), que empieza así: «Leer el título y oler a queso todo es lo mismo»; y termina de la siguiente forma: «Si fuera pan en vez de queso, diríamos que el libro es todo miga». No llama precisamente a su lectura, pese a la buena intención del crítico (en la reseña a otro autor culmina de forma elogiosa: «El soñar y el rascarse no cuesta dinero»).

Después de fundar en Bilbao la revista Norte deportivo y el periódico Excelsior, el primer diario español dedicado al mundo del deporte, se trasladó a Madrid y comenzó a escribir en el ABC. Como señalan Mónica y Pablo Carbajosa en La corte literaria de José Antonio, resulta curioso el vínculo entre Bilbao y Madrid como núcleos de procedencia de escritores falangistas. Jacinto Miquelarena se une así a los Sánchez Mazas, Mourlane Michelena y Ramiro de Maeztu, entre otros. En Madrid participó en la tertulia literaria «La ballena alegre», en el café Lyon de la calle Alcalá, junto a José Antonio Primo de Rivera, y a él parecen pertenecerle un par de versos del «Cara al sol».

Sus artículos y sus amistades fueron motivos más que suficientes para que se ordenara su caza en los primeros meses de la guerra civil. Quien más empeño puso en ello fue Agapito García Atadell, de quien está casi todo dicho en esta biblioteca. Acosado y perseguido, Miquelarena consiguió refugiarse en la embajada de Argentina, a unos cien metros del cuartel general de Atadell. Su experiencia como perseguido y prófugo las dejó escritas en dos libros publicados durante la guerra: Cómo fui ejecutado en Madrid (Ávila: Sigiriano Díaz, 1937) y El otro mundo (Burgos: Aldecoa, 1938). Ambos libros los firma también como «El Fugitivo», el pseudónimo que utilizó durante la guerra para escribir algunos artículos. Muchos se publicaron, si no recuerdo mal, en el ABC y en la prensa sindicalista de Falange. Me falla la memoria y no tengo los papeles a mano, pero creo que he visto su firma en algunas páginas de La voz de la CONS.

Cómo fui ejecutado en Madrid reúne alguno de esos escritos breves. Toma la forma de sus anteriores libros (capítulos breves), pero la ironía y el humor existente en aquéllos se retuercen y se deforman a causa de la rabia, el miedo y el odio. El resultado es una prosa obscena, pero inteligente. Avisa de la necesidad de compilar toda la prensa roja al terminar la guerra: «Yo dudo mucho de que nadie pueda dar la impresión de lo que en Madrid ha ocurrido, mejor que la Prensa escarlata. He aquí una Prensa que no se ha recatado, que no ha sentido -frente al crimen- el menor pudor…» Acusa a los periodistas que se aprovecharon de su posición para ponerse el mono y delatar a compañeros, e incluso participar en el asesinato de alguno de ellos. Miquelarena no quiere dar nombres. «Yo soy un fugitivo, pero no un delator». Habla también del «paseo», de Atadell, de la cárcel Modelo, de las mil y una anécdotas sobre los mecanismos de fuga de los condenados, de Madrid como ciudad espectral, de Bilbao y los crímenes de los nacionalistas vascos; y, finalmente, de algunas figuras que le resultan especialmente repulsivas: Azaña y Prieto, José Antonio Aguirre, Ángel Galarza (del que refiere anécdotas que no le dejan en muy buen lugar), Corpus Barga (a quien acusa de contrabando de armas), Pedro Rico (a quien tilda de porcino), Ossorio (vacuno), Bergamín (el excremental) o Fabián Vidal (el maloliente). Un desquite difícil de juzgar en alguien que ha vivido aterrado en el Madrid de principios de la guerra.


En El otro mundo abandona su estructura de capítulos breves y hace un relato más o menos pormenorizado de su peripecia. Como suele ocurrir en estas «memorias de embajadas», no se suele explicar muy bien cómo se gestiona la entrada en los recintos diplomáticos. Los hay que llegan a través de conocidos y otros son rescatados de las entrañas mismas de las checas. Aunque se ha escrito bastante sobre el tema, quedan muchas historias ocultas que jamás han salido a la luz. La labor quintacolumnista de quienes se juegan el tipo negociando con los tribunales chequistas ha quedado velada por el resplandor de los diplomáticos que organizaron el salvamento y la evacuación de los refugiados. Hay casos pintorescos, como el de Serrano Suñer, que tuvo que disfrazarse de mujer para escapar del hospital donde estaba preso y refugiarse en la embajada argentina, y en todo caso tampoco se han desvelado todos los pormenores de estos asuntos. Como dice Adrián C. Escobar en su Diálogo íntimo con España: «El oro manchó muchas conciencias de individuos de diversas nacionalidades y aún con funciones especiales, que hicieron un comercio deshonesto. Se me dijo que existían precios establecidos para hacer salir de España a un perseguido. En Madrid me refirieron muchos casos conocidos; pero nadie acusó a un funcionario o marino argentino de tal proceder».

Sigamos con Miquelarena. La rabia de su primer libro sobre la guerra queda en El otro mundo un poco más atenuada. Al fin y al cabo, se centra especialmente en sus vivencias en el refugio donde estaba a salvo. No obstante, su habitual ironía sigue teniendo algo de berbiquí. El relato sigue siendo agónico. Hay párrafos más calmados, especialmente los dedicados a la vida cotidiana en la embajada, y quizá sean los menos interesantes. Entre otras cosas, todos los refugiados que terminaron escribiendo sobre sus peripecias, vienen a contar lo mismo. Miquelarena trastoca nombres, imagino que con el fin de salvaguardar la identidad de los prófugos, pero si se compara su narración con la que hacen otros escritores, no resulta difícil identificar a todos los personajes. Así, el Manolo Camarasa que trae noticias frescas del exterior, queda perfectamente identificado como Manuel Casares, hermano de Francisco Casares, quien también escribió un libro sobre su asilo en la embajada. Las historias que cuentan uno y otro, Casares y Miquelarena, son exactamente las mismas. El libro de Miquelarena, sin duda, es el más interesante, junto con Una isla en el mar rojo, de Wenceslao Fernández Flórez, que también anduvo por la embajada argentina, si bien su narración se centra especialmente en los días que pasó en la legación holandesa (me queda por leer el libro que escribió Adelardo Fernández Arias, y que espero recibir esta semana). En todas las descripciones que hace Miquelarena florece el miedo. El miedo y el asco a morir a manos de la turba, a manos de gente como Pedro Luis de Gálvez, de quien también cuenta sus ansias asesinas de boca del portero de fútbol Ricardo Zamora. El relato de su huida hacia Alicante, donde habría de embarcar en un barco argentino y huir de España, resulta angustioso. Los retratos de sus compañeros de viaje y la narración de las situaciones que les tocan vivir están tocadas por una pincelada oscura, goyesca y retorcida.

«Durante los días que precedieron a mi entrada en la Embajada, allá por los meses de julio y agosto, me había defendido con botellas. Bebía furiosamente. Andaba a la deriva, más que por las calles de Madrid, por las nubes de Madrid. Como no se podía vivir en aquel espanto, yo «navegaba»…

En el calabozo de la Dirección de Seguridad batí mis mejores marcas de inconsciencia. De vez en cuando me dirigía a mis compañeros de infortunio y les preguntaba si habían pensado en las palabras que iban a pronunciar, heroicamente, ante el pelotón de fusilamiento. No me contestaban. Estaban en un estado «marinero» muy inferior al mío -al fin y al cabo, yo había traído la botella-, y pude observar cierta indignación en sus miradas.

– Es necesario que nos pongamos de acuerdo -insistía yo-, porque no vamos a gritar todos lo mismo… Le tenemos que echar salero a la cosa».

Finalmente, Miquelarena logra huir, embarcado en el torpedero Tucumán. Su nombre aparece en la lista que Clara Campoamor y el capitán Federico Fernández-Castillejo publican al final de su libro Heroísmo criollo: la marina argentina en el drama español (Buenos Aires, 1939). Salió el 23 de enero de 1937.

La casualidad y el diletantismo en mis lecturas, me han llevado a leer a Miquelarena en un orden cronológico inverso. He comenzado por sus últimas obras y he terminado por una de las primeras: Veintitrés (Espasa Calpe, 1931), un divertidísimo libro de viajes en el que Jacinto Miquelarena muestra su gran calidad. Breves pinceladas, casi aforismos sobre el viaje, las ciudades que visita, las escenas que presencia. Ironía y humor, excelente sobre todo en sus textos sobre Bilbao. Mi ejemplar está dedicado. La firma de Miquelarena, un trazo firme y ordenado, rubrica un gran libro, muchísimo mejor que muchos de los que hoy se publican. Nada que no supiéramos antes, por otro lado.


En todo caso, se le recordará siempre por la frase que le dirigió Pedro Mourlane-Michelena. La anécdota aparece detalladamente explicada en el libro de Mónica y Pablo Carbajosa (tomada de un libro de Marino Gómez Santos):

Pero la frase más conocida de Mourlane es la que pronunció a propósito de alguien que había encargado a su criada comprar una guindilla picante:
«¡Qué país, Miquelarena!». Mourlane le hacía a Miquelarena un relato pormenorizado de cierto caballero que entregaba a su criada una moneda de diez céntimos con el objeto de que comprara una «guindilla que pique». Añadía el caballero a la sufrida criada, que si no picaba, «él se la metería por el culo al tendero». «Ya ve, Miquelarena. ¡Una guindilla que pique, Miquelalena, una guindilla que pique! ¡Qué país, Miquelarena, qué país!» Esta frase hizo época y fue utilizada con frecuencia a la hora de referirse cualquiera a las desdichas o peculiaridades de España. Miquelarena se quejaba a Sánchez Mazas diciéndole: «Ya ves, querido Rafael, al final voy a deberle la posteridad a Mourlane».

La Vanguardia, 11 de agosto de 1962


Abc, 11 de agosto de 1962

Un Comentario

  1. Mercutio

    Pues ‘no vamos a gritar todos los mismo’ es una frase para pasar a la posteridad sin necesidad de apoyo ajeno. Grandiosa.

  2. No es la única, Mercutio. En Veintitrés hay decenas de ellas. Se me podrá argüir que el don de la frase ingeniosa no tiene nada que ver con la literatura, y quizá sea así. Me basta recordar a esa entelequia llamada «mis amigos del pueblo», proletas y labradores que en la terraza de un bar te escriben cuatro libros enteros de frases ingeniosas en una sola tarde. Pero tras esas frases se oculta el resto de un iceberg portentoso producto de una tradición muy concreta. Por ejemplo, la de Miquelarena es muy estilizada y aguda. Recuerdo la anécdota de Mourlane, entrando en el café Comercial en un día de mucho frío. Quienes allí están, esperando para la tertulia (Ridruejo entre ellos, si mal no recuerdo), le espetan a don Pedro, encogidos: «Menudo frío hace hoy en Madrid». Y responde éste: «Sí, lo he leído en el Ya«. En fin, ya sabemos quién le sacaría a esto mucha punta.

  3. Ando liado con un libro que habla de los libros que tenía, leía y coleccionaba un personaje curioso. Se cita a Walter Benjamim, quien sostenía lo siguiente: «al coleccionar libros creemos que los guardamos, pero, en realidad, son los libros los que guardan a su propietario. No es que éstos vivan gracias a él, es él quien vive por ellos.
    También sostenía Benjamin que la biblioteca personal constituye un testimonio permanente y creíble acerca del carácter del coleccionista.

  4. Sexto Empírico

    Muchas personas escribieron libros narrando su experiencia en las embajadas. El de Francisco Casares, mencionado en el texto y cuya portada se ha reproducido, es uno de los más malos. Algunas de sus páginas son un auténtico ejemplo de los valores más rancios y trasnochado, incluso para aquella época. Las páginas que dedica a la relación de los asilados contienen decenas de ejemplos que sacarían los colores a cualquiera. Siempre me llamaron la atención las palabras que dedica a Cristina Arteaga, a quien califica como «poetisa de gran talento que sabía conservar, a través de la convivencia social necesaria en una comunidad de esta clase, la humildad y recogimiento que aprendiera en otro tipo de comunidades». ¿Alguien conoce a tan excelsa poetisa?.

    Otro libro de este tipo es el escrito por Leopoldo Hidobro, titulado «memorias de un finlandés» y en el que narra su experiencia en la legación de Finlandia. Huidobro escribió en la página 165 de su libro lo siguiente: «Las tardes las pasábamos paseando en grupos de dos o de tres en tres. Mi grupo lo formaban normalmente Joaquin del Pozo, Juanito Sáiz y aquel número 16, Antonio Rodríguez, que llegó a la Embajada pisándome los talones. Comentábamos un día lo providencial de nuestra suerte, pues había tomado posesión del cargo de Director general de Prisiones, no sé si el mismo día o el disguiente, un atl Melchor Rodríguez, anarquista, a quien la leyenda popular atribuía excelsas virutdes y raras cualidades de humanitarismo y de valor. Se decía que él solo se había enfrentado con cientos de milicianos que pretendían asesinar a todos los presos de Alcalá, habiéndolo evitado con su autoridad y su energía. A él se le atribuía también el hecho insólito de que lleváramos varios días sin sacas de presos que, hasta el 30 de noviembre que fue la última, se sucedieron con frecuencia espantosa. ¿Quién sabe si habrían ido los milicianos a exigirle mi entrega y el genial anarquista la hubiere negado? Realmente, era extraño que, buscándome por casa y por la Audiencia con tan terca insistencia, no hubieran dado ya conmigo en San Antón.»

    Pues bien, este mismo Luis Huidobro, asilado y escritor, que reconoce la acción salvadora de Melchor Rodríguez es el mismo Luís Huidobro que actuó como fiscal en el Consejo de Guerra sumarísmo que se le siguió a Melchor Rodríguez y que pidió la pena de muerte para su presunto salvador.

  5. Sexto Empírico

    Querido Bremaneur:

    Aunque es un lugar común culpar a Pedro Luís de Gálvez de todas las atrocidades del mundo, también es cierto que ha sido acusado de muchas cosas de las que no ha sido responsable ni actor. Usted que es ecuánime no debería permitirse palabras como las que dedica a Gálvez:
    «El miedo y el asco a morir a manos de la turba, a manos de gente como Pedro Luis de Gálvez, de quien también cuenta sus ansias asesinas de boca del portero de fútbol Ricardo Zamora». Se sabe que Gálvez salvó la vida a distintos escritores y personajes de derechas y, además, en este caso Miquelarena no menciona una experiencia personal. Por ejemplo, salvó a Ricardo León, Cristobal de Castro, Pedro Mata y a Emilio Carrere, también al doctor Martín Calderín y el propio Ricardo Zamora.

    A propósito de Pedro Luís de Gálvez, el siguiente texto, escrito por el gran poeta Emilio Carrere, pone un poco las cosas en su sitio, a la vez que honra al poeta por su honestidad y valentía:

    «Una semana después volvió solo, completamente sereno: -Estás denunciado por escrito en Radio 3, por cuatro individuos. Sé sus nombres,
    son unos oficinistas. Te acusan por tus artículos y por difamador del Frente Popular. Todo esto es ridículo… pero ahora muy peligroso. Lo sé porque yo me meto en todas partes. Lo mismo que sé que esta noche vienen por ti inaplazablemente. Yo tengo un coche abajo; vamos a ver dónde se te puede ocultar.
    Me vestí y salí con él. Mi mujer no quiso dejarme ir solo. A la puerta había un
    auto militar. Pensé en quien era entonces embajador de Cuba. Tenía pocas esperanzas, porque le había escrito pidiéndole refugio y no me había contestado, a pesar de ser viejos amigos. No me engañó mi augurio. Encontramos al embajador cuando salía de su palacio. Iba con una dama alta, gentilísima y bella aún, con su cabeza blanca de señorío dieciochesco. Se negó en redondo a refugiarme. Tenía demasiados perseguidos y la embajada estaba en entredicho
    con el Gobierno de la República, por denuncias recientes de los periódicos.
    Hablaba fuerte, en medio de la calle, entre los milicianos de su escolta. El momento se convertía en peligroso.

    -¡Salud, embajador!- le gritó amenazador mi acompañante- ¡En este momento no hay más que asesinos y cobardes!

    Fue una hora de incertidumbre a través del Madrid siniestro de octubre del 36. No podía precisar cual amigo no sentiría el terror de asilarme. Era en pleno furor
    persecutorio de Galarza.

    -¿Y si te ocultases en un manicomio?

    La idea pintoresca me sugirió un plan pero hacían falta unos trámites, un certificado… Yo tenía un amigo, el Dr. Conrado González Estrada, que se estaba
    jugando la vida por salvar a los perseguidos. Acudí a él, y las puertas de un manicomio se abrieron ante mí. La denuncia presentada contra mí ha querido el azar que la pude leer yo mismo después de la Victoria. Era exacta la referencia del poeta atrabiliario,
    desconcertante, bueno y malo,”máscara de la revolución”. Aquel papel pudo
    haber sido una sentencia irremediable.»

    Carrere, “Yo soy un fantasma”, Madrid, año I, nº 158 (lunes 9 de octubre 1939), p. 2.

    Y que Carrere le estuvo agradecido lo demuestra que lo último que escribió Gálvez, a las 4 y media de la madrugada del 30 de abril de 1940, poco antes de que lo fusilaran, fue una escueta nota dirigida a Carrere:
    «Querido Emilio sé un padre para mi hijo Pepe. Que Dios te lo pague en los tuyos.»

  6. Hoy por hoy, esta es la mejor reseña bibliográfica del gran Miquelarena que hay en la Web.

    A Cristina Arteaga, poetisa e historiadora, algunos le atribuyeron un romance de juventud con José Antonio. Más tarde monja jerónima y reformadora, hoy tiene abierto el proceso de canonización.

    .

  7. Alfaraz, no recordaba que usted me puso sobre la pista de Miquelarena en las páginas de las memorias de Jesús Pardo. Prometí copiarlas y no lo hice. Van ahora:

    Jacinto Miquelarena, el de los tristes destinos, era alto, rnacizo, lento de ademanes y premioso y estudiado de palabra, vivo retrato de una torre inclinada en permanente trance de desladrillamiento; cada aliento de su falso aplomo exhalaba corta, serpenteante, suspicaz atención a zancadillas.
    Ateo que camuflaba su miedo al infierno con ingeniosidades volterianas, Miquelarena era un patético globo hinchado, al borde en todo momento del pinchazo que finalmente le asesto el duque de Primo de Rivera al cortar de raíz su primer intento de reanudar el tuteo de cuando ambos eran jóvenes activistas de la Falange temprana; quedo relegado a su puesto, insuficiente para el a todas luces, de decano de los corresponsales, y aun esto mas por el lustre que le impartía su periódico, el ABC, que por luminosidad personal.
    Tenia en Madrid fama de wildeano y profundo conocedor de Inglaterra y los ingleses: «Genio de la frase brillante y acerada como una daga veneciana», se decía de él. La verdad me dejo chocadísimo: Miquelarena ni conocía Inglaterra ni sabía apenas nada de los ingleses, cuyo idioma ignoraba por completo. Despreciaba olímpicamente la recia, solidaria democracia inglesa como decadente camuflaje del poder de cuatro judíos agazapados en la City, desde donde, por intermedio de una clase dirigente servil, dictaban la voluntad de Israel a una plebe esnob y dócil, deslumbrada por el relumbrón monárquico:
    -Pura tapadera, decía, sin réplica posible, desahuciando así con condescendiente indulgencia el centenario sistema de equilibrio político y trasvase social mas sofisticado de Europa. En esto, de paso sea dicho, no le iban en zaga los demás corresponsales españoles, cada uno de los cuales tenía su versión personal de la conspiración aristocrática inglesa contra el resto del país.
    -Yo mimo el artículo -decía Miquelarena-, soy un pluma de oro.
    Y cierto es que escribía con gracia castiza, y que sus pieces montees tenían la facilona cohesión preciosista de un Gómez Carrillo pasado por agua, pero todo quedaba en fuegos artificiales.
    Miquelarena vivía en Londres con una señora argentina llamada Felicitas Flores, mucho mas fina y culta que él. Felicitas le traducía la prensa y le tenía al tanto de lo que se decía en la calle, a la que él era incapaz de lanzarse. A Felicitas, que, al parecer, había dejado en Buenos Aires una buena situación social y económica por seguir a Miquelarena, no se la recibía en la embajada, y él apenas la llevaba a casas españolas, ni, menos, a España, donde su mujer legítima estaba siempre ojo avizor.
    Un día el ABC sacó a Miquelarena de su elegante piso londinense y le forzó a irse a París con su colección de muebles y grabados ingleses y sus ediciones del Quijote en inglés. Poco después desapareció entre las ruedas del metro parisino, acuciado por dos angustias gemelas: el cáncer, recién diagnosticado, y el acoso de Luis Calvo, director entonces del ABC, a quien dirigió una desesperada acusación póstuma, encontrada de su puno y letra en el cadáver:
    «Luis, tu carta, recua de insultos, is murder
    La tragedia del corresponsal que lleva muchos anos en el extranjero y quiere volver airosamente a España pero no sabe cómo, suele tener muy mala salida: la casualidad brillante, como en mi caso; el fracaso anónimo, como la mayor parte; el infrecuentísimo suicidio, como Miquelarena, que requiere un valor no a todos deparado.
    Jacinto Miquelarena, complicada su situación por la presencia de Felicitas y angustiada su vulnerable vanidad por la perspectiva de un Madrid donde estaría en desgracia y su brillo no deslumbraría a nadie, necesitó, así y todo, el acicate decisivo de un cáncer recién diagnosticado para resolver tantas acechanzas de un solo, sencillo y ejemplar golpe; yo, conociéndole, pensé entonces, y sigo pensando ahora, que también sin cáncer se habría tirado al metro.
    Como en España estaba prohibido el suicidio, su muerte se transformo en accidente: «en urgente búsqueda de la noticia», la embelleció el corresponsal parisino del Madrid, dando así a Miquelarena, verdadero rond-de-cuir del periodismo, un halo dinámico que nunca había tenido. Y todos los periódicos tiraron de fotos de archivo, en las que aparecía un Miquelarena veinteañero que en nada se parecía al atropellado.

  8. FRÍO.
    *
    > ‘le espetan a don Pedro, encogidos: “Menudo frío hace hoy en Madrid”. Y responde éste: “Sí, lo he leído en el Ya“.

    En un día harto desapacible le dice, compasiva, una señora bien abrigada en pieles a un mendigo: -Pobrecillo ¿No tiene usted frío? Y le contesta chulo el desharrapado: -¡Y para qué lo quiero si no tengo abrigo!

  9. Querido Sexto Empírico:

    El libro de Casares lo recibí hace dos semanas y sólo he tenido ocasión de leer algunos pasajes concretos que me interesaban. Como usted dice, parece irrelevante y el estilo es lo suficientemente carpetovetónico como para empezar a leerlo con cierta reticencia. El que me acaba de llegar es el de Adelardo Fernández Arias. Es insoportable cómo se desgañita, pero aporta alguna noticia de interés (¡la radio fantasma!). Lo peor de esta literatura de embajadas es que no llegan a tratar el asunto en profundidad. Están escritos en caliente y han de callar algunas cosas, trastocar nombres, etc. No conocía el libro de Leopoldo Huidobro, y lo que cuenta es una de las atrocidades más de la represión. Y una de las más repugnantes, sin duda. Si no recuerdo mal, la embajada de Finlandia fue asaltada, al igual que la alemana. ¿Conoce algún libro de refugiados en ésta?

    Tampoco conocía a la “poetisa de gran talento” Cristina Arteaga, pero eche un vistazo a cualquier portal de libro viejo y aguante un silbido a ver los precios de sus libros. En fin…

    Sobre Gálvez… tengo que pedirle excusas. Mis palabras las ponía en boca de Miquelarena, que no tuvo ninguna experiencia directa con Gálvez durante la guerra, y citaba mal a Ricardo Zamora. Éste habla bien de Gálvez y sólo se sorprende de que el poeta le pidiera un autógrafo. Si tengo algo de tiempo, mi próxima entrada se la dedicaré a él. Es cierto que hay muchos malentendidos con Gálvez. El primero, quizá, el de la anécdota que le lleva por los bares con su hijo muerto metido en una caja pidiendo dinero para el entierro. Si no recuerdo mal, Gálvez acusó a Carrere de haber inventado la historia. Lo que sí parece ser cierto es que andaba por el Madrid de la guerra calado con un sombrero mexicano y con las cartucheras al cinto. De esto hablan al menos Miquelarena y Gómez de la Serna. Otra historia que está por ver: que había montado una checa en su propia casa. Las versiones más benignas dicen de él que sólo se dedicó a salvar a antiguos amigos, otros dicen que usó de su libro “El sable”, y de la lista que había confeccionado en él, para salvar a algunos y asesinar a otros, dependiendo de la generosidad que éstos tuvieron en su día con el propio Gálvez. Leyendas a las que convendría despojar de su manto mítico.

    Otro a quien habrá que dedicar una entrada (y está cerca) es Carrere. Tengo fotocopiados por algún sitio los artículos en los que cuenta su vida en el manicomio. Lo que no recuerdo es en qué periódico se publicaron. Los tituló “Memorias de un desaparecido”, o algo así.

    Vamos, que la cosa da para mucho. Anímense.

  10. No sé por qué, estaba seguro de que lo acertaría. Sé que está datada antes de 1908, pero no sé en qué condiciones se tomó.

  11. Por seguir con Gálvez, quien puso en su boca la historia del hijo muerto y su paseo por las tabernas fue Vidal y Planas. Lo tenía olvidado y me he topado con ello en uno de los libros que dedicó a la bohemia Ediciones Celeste.

  12. Sexto Empirico

    Bremaneur:

    Gálvez siempre estimó a Carrere. En su libro «El Sable», que aunque no tengo sí he leído, explica la anécdota del niño muerto. Le copio de mis notas lo que dice Gálvez:

    «Entré en el cafe donde Carrere hacía tertulia -uno de la calle San Bernardo- y le dije:

    Voy a enterrar al niño… mi madre quiere venir pero no tengo para el coche. Eso fue todo.

    Pio Baroja en «la Caverna del Humorismo» narra la misma anécdota, que toma de Carrere, y no cita a Carrere, sino a mí, como si yo se lo hubiera contando.»

    A propósito de «El sable», éste fue un libro alimenticio. Gálvez había contratado un libro con un editor catalán que le exigía un número determinado páginas (le había adelantado unos duros) y se puso a rellenarlas con todo aquello que tenía a mano, incluso ingeniosidades para llenar páginas con apenas (mínimas) palabras. Aparecen aforimso, comentarios, sarcásmos y, ¡cómo no! los nombres de algunos -pocos- a los que se podía pedir dinero.

    Por ejemplo, sobre Eduardo Barriobero, al que llama Don Eduardo Barriobero, y creo que es la única persona a la que otorga el Don en su obra, dice lo siguiente:

    «Antes de pasar a presencia del abogado, leemos n cartel:

    «No se dan recomendaciones.
    No se da dinero.»

    Pero da las dos cosas.»

    Sobre Rafael Cansinos Assens dice: «Siempre. Todo lo que tiene».

    A propósito de Barriobero, incluye un comentario en otro lugar que dice: «Adquiere lector, Sincerato El Parásito (novela de costumbres romanas). ¡Eso es escribir!. Barriobero escribió la obra en 1907 (creo recordar) y Gálvez la suya en 1925.

    Hay varios apuntes sobre Carrere, uno de ellos es este:

    «¡Oh, la infinita tristeza
    de la amada mal vestida!
    Carrere

    Sólo por estos versos merece ya la inmortalidad.»

    Como se ve, Gálvez estimaba a Carrere y también su humoradas y lo siguió haciendo el resto de su vida.

    Como ejemplo de sus «estocadas» le dejo las siguientes:

    «Estocadas que no fallan jamás:

    A García Prieto preguntándole por su familia.
    A Cambó en castellano.
    A Melquiades por señas.
    A Romanones con una star.»

    Y un aforismo:

    «Tuyo o ajeno, no te acuestes sin dinero».

    Le recomiendo la lectura de libro, verá otro Pedro Luis de Gálvez y se reirá un poco.

  13. El libro promete buenas risas. Lo leeré (tendré que reservarlo en la BNE).

    ***

    Lo que no sabía de Gálvez, y acabo de enterarme, es que también le daba a los pinceles. En la cárcel de Ocaña pintó un cuadro de Concepción Arenal. Y otra anécdota. Les reproduzco la carta que escribió Javier Bueno en varios periódicos en diciembre de 1910. Copio la de El País.

    La historia de un cuento

    Sr. Director de El País.

    Mi querido Castrovido: Me ha ocurrido lo siguiente: Hace cinco meses, Pedro Luis de Gálvez me pidió, en nombre del director de Los Contemporáneos, un cuento. Le entregué el original. Hace dos meses me remitieron las pruebas, que yo devolví corregidas. Hoy me entero de que mi cuento, con el título «La santita de Sierra Nevada», que no es el título que yo le puse, se publica el viernes próximo, firmado por Gálvez, quien, según me dicen, ha cobrado el importe. Me aconsejan que acuda ante el Juzgado; pero ¿para qué? Procederán contra Gálvez, y acaso lo metan en la cárcel, pero eso no me proporcionará la misma felicidad que los treinta duros que por mi trabajo me corresponden. En este caso, sólo me resta el derecho del pataleo, y quiero que usted sea tan bueno que publique esta carta en El País. Se lo agradecerá mucho su devoto y amigo, Javier Bueno.

  14. Si hacemos un género de las Memorias de Embajada habrá que destacar los diarios del diplomático Carlos Morla Lynch, de la de Chile, que fue la que acogió mayor número de refugiados y resultan imprescindibles en el género.

    Para cerrar el círculo de Gálvez hay que recordar las últimas cartas carcelarias que, intentando salvar el pellejo, escribió a Franco. Claro que ninguna llega al servilismo de aquella de Pérez de Ayala.

    .

  15. fernando rubio

    ¿Quién me puede ayudar diciéndome cómo puedo adquirir todas las obras de P. Luis de Gálvez?

  16. fernando rubio

    me parece un mundo apasionante esta literatura oscura, ocultada, casi soez, libre, valiente de Gálvez y sus colegas.
    Sus vidas no las juzgo. Su obra, la disfruto.

  17. Pingback: Aguirre, el no tan magnífico, y la lectura rodante « El Duende de la Radio

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