La biblioteca fantasma

Lavado de cerebro

En su libro Apenas sensitivo, Andrés Trapiello critica a los historiadores que ajustan los datos que acumulan durante sus investigaciones a una idea preconcebida. En puridad, uno debería asomarse al brocal de la Historia con algo de inocencia, ver lo que ocurrió y luego contarlo a los demás de la manera más fiel posible. Pero no, parece ser que la historiografía actual obliga a tomar postura por uno u otro bando, y todo lo que digan los papeles y los testimonios de quienes vivieron los hechos ha de acomodarse a la consigna. Como en los años 30, el grito es coactivo: ¡hay que definirse! Mientras tanto, con mucho de taimería y con algo de perfidia, los historiadores van escribiendo unas páginas que, por mucho que acopien hechos y datos, tienen que ver más con la ficción que con la realidad.

Stephen Vizinczey, en un libro extraordinario que reúne pequeños ensayos y críticas literarias, escribe una sobre la novela El primer círculo, de Alexander Solzhenitsin. La titula «Cómo triunfa el lavado de cerebro», y lo describe con precisión e inteligencia: «no haciendo creer a las personas falsedades transparentes, sino obligándolas a ocupar sus mentes refutando mentiras, sin darles tiempo a llegar a la verdad».

Así es como funciona el último libro de Paul Preston, El Holocausto español, que trata de la violencia franquista (y en teoría, también de la republicana) durante la guerra civil española «y después», como torpemente consta en el subtítulo. El lavado de cerebro es evidente y obsceno. Podríamos pasarnos meses y meses refutando las innumerables mentiras del libro. Baste un ejemplo: al atacar a un viejo conocido de esta biblioteca, Eduardo Barriobero y Herrán, numerando todos los infundios que en su día se lanzaron sobre él, sin decirnos si eran o no ciertos, suelta la especie de que en su casa de Madrid encontraron refugiados a siete falangistas. La historia me sonaba, pues me la había encontrado ratoneando en la Causa General, y haciendo una sencilla búsqueda en internet supe que aquellos falangistas estaban refugiados en casa de un periodista llamado Eduardo Barriobero González. Preston podría haber indagado rápidamente la veracidad de las acusaciones que en su día se le hicieron a Barriobero, pero el prejuicio parece que está reñido con cuidar los detalles del relato. Digo Preston, pero podría referirme también al espolique que le haya hecho la búsqueda, pues más que el autor, Preston parece el coordinador de varias decenas de investigadores que se han estado carteando con él, explicándole con gran cantidad de notas, citas y bibliografía, cada uno de los sucesos que se narran. Alguno de estos historiadores ha debido de husmear en esta biblioteca fantasma, pues ha copiado directamente, aliñando algún que otro detalle, cierta discusión que mantuvimos en su día acerca de los rusos del Hotel Gaylord’s. Por no hablar del robo descarado del libro El honor de las injurias, de Carlos García-Alix, que es quien descubre que el preso a quien se enfrenta Enrique Castro Delgado en la cárcel Modelo no era otro que Emilio Sandoval.

El libro de Preston no es más que una caja registradora, un sencillo mecanismo que le permite hacer dinero. No se entiende de otra forma esa comparación, que no quiero calificar, entre la guerra civil española y la Shoah, tratando de endilgarnos que Franco proyectó una guerra de exterminio. Según Preston, el terror republicano no fue sino una respuesta lícita y comprensible, y sobre todo espontánea, al terror impuesto por los sublevados. Ni siquiera se toma el esfuerzo de justificar esta mentira. Citará el asalto al Cuartel de la Montaña como uno de los momentos álgidos de la barbarie republicana. En las casi novecientas páginas del libro, ¿cuántas dedica a ese asalto? Apenas dos. Puede perdonársele: quizá ocurre que no quería llorar más.

Termino aquí con unas palabras de Carlos García-Alix citadas por Andrés Trapiello en su blog:

“A Calvo Sotelo, dice Preston, lo mató «un guardia de asalto». En su relato todos los que iban en esa camioneta eran Guardias, pero se “olvida” de los paisanos. Nada por tanto de Garcés, o de Victoriano Cuenca, de «la motorizada del PSOE», que le disparó a Calvo Sotelo los dos tiros en la nuca. Preston, biógrafo de la Nelken, calla que en la misma camioneta de «Calvo Sotelo» iba también José del Rey, este sí guardia de asalto y escolta-amante de Margarita en aquellos días. Por eso el jefe de aquella expedición, el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés, que iba sentado en la camioneta en el mismo banco que José del Rey, durmió después del crimen, para pasmo de J. Simeon Vidarte que lo contó en sus memorias, en la casa de la Nelken. En la habitación de invitados. Y estos  y otros lances siniestros e inolvidables de la Nelken con el cuerpo de la Guardia de Asalto, o de los jefes de Gobernación con los asesinos, o los resultados de la investigación que realizó el comisario Antonio Lino por encargo del gobierno republicano, son absolutamente silenciados”.

Así es. «Y en los tendidos de sol y sombra el bochorno y la ira».

Un Comentario

  1. Blas Luis

    Debo de tener el día algo pesado, «espeso», se dice; porque tras leer reiteradas veces la frase “no haciendo creer a las personas falsedades transparentes, sino obligándolas a ocupar sus mentes refutando mentiras, sin darles tiempo a llegar a la verdad”, no alcanzo a comprender su significado… Y ya me gustaría.

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  3. Blas Luis

    No creo que Pío Moa sea peor que Tuñón de Lara. Es más, pienso que es mucho más honesto.

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