La biblioteca fantasma

Emilio Carrere (I)


Cansinos, en sus memorias amarillas como la envidia, tilda a Emilio Carrere de «poeta bohemio y burócrata». Carrere no suele salir bien parado en los retratos de sus contemporáneos. Gómez de la Serna, en su «Pombo», le dedica unas líneas llenas de desdén, y el acomplejado Alberto Guillén lo trata de forma inmisericorde en su «Linterna de Diógenes», como veremos más adelante. Carrere fue el cronista de la cofradía de la pirueta, esa cohorte de escritores hampones que sobrevivían en el Madrid de principios del siglo XX, un Madrid que aprendía a ser ciudad y que requería de su inframundo literario para cimentarse como metrópolis. Una fantasía como otra cualquiera, si comparamos la ciudad donde aún resonaban las esquilas por las calles, con otras capitales europeas, como París o Berlín.

Aquellos hampones del verso eran los bufones de la corte literaria de entonces. El tema deforme y grotesco que requiere la tradición española. «Eran eso. Los hampones literarios, que luego Carrere había de tomar como fantoches para sus novelas, que son respecto a la «Bohème» de Murger, lo que sus personajes respecto a los del autor francés: degeneraciones y detritus anatómicos». Así habla Cansinos, que no dudó en llenar sus páginas con las anécdotas proporcionadas por ese mismo detritus. Cansinos yerra. Carrere, a su manera, dignificó a esos poetas bohemios, dipsodas y sablistas. «Yo tengo un aborrecimiento absoluto a los borrachos: me parecen larvas, ex hombres, gárgolas, algo grotesco, monstruoso y terrible a la vez. Sin embargo, mis grandes admiraciones literarias van hacia los poetas borrachos».

Comencemos derruyendo a Carrere para levantarlo luego, poco a poco, y darle lugar en este laberinto de fantasmas.

Emilio Carrere

No le conocí en un Cáfé, ni en un Casino, ni en su casa; ni me presentó un cicerone ni una carta declamatoria y cursi. Le conocí en un retrato y le reconocí en la calle. Emilio Carrere está en la calle como en su casa. Todos le conocen, de seguro, pero nadie hace caso. Siempre le ví solo, ¡siempre! con la mano, sucia, entre los pliegues de la capa y la mirada no sé dónde.

– ¿Es usted Emilio Carrere?

Carrere vacila un poco. Mira a las nubes, me mira en los ojos, mueve los bigotes como un conejillo de Indias, un ojo a la izquierda, otro a la derecha y acaba por decirme con voz
opaca y queda:

– El mismo, sí, el mismo.

Emilio Carrere es inconfundible. Si no se le sacara por la figura, se le sacaría por el olor. Carrere huele deliciosamente mal. De cara ancha y chata de panadero, de bigotes ásperos y ojos al desnivel. Se toca la cabeza con un sombrero de amplias alas, que debió ser negro, y lleva una capa de corte castizo, con vueltas que fueron de pana carmesí. La capa sube sobre un hombro, en pliegue airoso y una mano, encaramada, asoma los dedos sucios por el hueco del pecho. No tiene cuello ni corbata y se ven algunos pelos ásperos sobre el ·esternón. Tiene luto en las uñas y muchos versos bajo el sombrero. Muchos: franceses, españoles y americanos; pero más franceses que españoles y americanos. También tiene en el cerebro una dulce embriaguez de cerveza y de estrellas, y muchas rimas, muy bien clasificadas y listas para la primera ocasión.

Yo saco mi tarjeta y se la doy. El la toma y se la guarda, sin leerla. Yo se la pido de nuevo y apunto mi dirección. Dice así: «Villa del Oso, a sesenta metros sobre el nivel de todos Ustedes». Todos Ustedes son Carrere, naturalmente, y Villaespesa y tanto y tanto verseador ramplón.

– Soy americano- le digo. Carrere parece en babia, también parece ébrio. No debe ser ebrio, debe ser que hace versos. Yo no sé dónde mira. Carrere es bisco. Sólo los bigotes se animan, de cuando en cuando, como entes vivos. ¿Será posé? -me digo- ¿Será desdén?

– Soy americano y poeta- repito.

Carrere, balbucea quedamente unas palabras confusas, que no logro entender. La mano se ha vuelto a encaracolar en los pliegues de la capa y un ojo mira al cielo, mientras el otro me escruta. Deben ser las Musas -me repito-, que ahora le dictan algún bello soneto, donde las brujas montan sobre endecasílabos y las rimas, bailan un aquelarre agitando escobas, ó se meten las chimeneas en las buhardillas de Verlaine, de Samain, o de Baudelaire…

– Quisiera verle – insisto. Carrere, habla, al fin, siempre confusamente:

– Yo no vivo. Es decir, sí vivo, muy lejos. Por eso no le doy las señas de mi casa. Búsqueme usted en el «Café Lisboa». ¿Sabe usted? En la calle Mayor. Allí hablaremos. Conocerá usted gente. Yo trabajo por la mañana en los talleres de La Esfera. Por las noches, a las dos de la mañana, voy al Café.

Yo me asusto. ¿Las dos de la mana? Esta es la hora peligrosa del Aquelarre y este poeta, a la verdad, con su aspecto de vago, con su mugre gloriosa, con sus ojos biscos y su andar patojo me pone, como dicen, «la carne de gallina». Su aspecto es de panadero, es verdad, pero sus versos son sabáticos. Siempre habla de la Muerte, cuando no de las brujas y de los ahorcados.

– ¿Qué libro prepara usted, señor Carrere?

– Estoy editando mis obras completas.

Cárrere está editando sus «obras completas». Es un muerto que aún guiña los ojos como un conejo y bebe cerveza en los cafés; que transita por las calles un poco transhumante y un poco estrafalario, ¡pero un muerto! Las obras completas se hacen cuando uno ha concluído. Por lo menos, el término «completas» así lo dice. Pero ¿qué era Io que las musas le decían hace poco? ¿No eran, acaso versos? Pero, ¿es que, de veras, piensa morirse? Sería una lástima para los horteras, que suelen leerle con agrado cuando están aburridos de «las cosas» de Joaquín Belda. Y sería también una lástima para la gloria española de Verlaine, a quien traduce con tanto talento y a quien copia e imita desde que empezó a hacer pininos en la literatura y en la métrica.

– Yo escribo mucho – dice Carrere, con la palabra un poco babosa. – Mucho. He publicado una novela, «La soga de los ahorcados» (o algo parecido). También preparo una Antología de poetas franceses.

-Bueno, señor Carrere, ya le buscaré. Adiós.

Carrere me alarga su mano sucia (es verdad), pero cantora y lírica; su mano que ha escrito tantas cosas tan bonitas yluego sigue su camino, con un en el cielo. Yo me quedo pensativo, mirándole alejarse, soñador y doliente, y con un aire de beodo. Hé aquí -me digo- cómo estima España a sus poetas. Ni los golfillos vuelven la cara cuando pasa Carrere, ébrio de estrellas, ébrio de cerveza y ébrio también de ajenjo verlainiano. Luego, sigo mi camino. A poco, me he olvidado de Carrere, pero se me han venido a los labios unos versos de un poeta peruano, que tenía el ingenio muy ágil y se llamaba Yerovi: «Pierrot estaba y no estaba, pero yo estaba bebido…»

Alberto Guillén. La linterna de Diógenes. 2ª ed. aum. Lima: La Aurora Literaria, 1923.

Un Comentario

  1. Anónimo

    Yo tenía entendido que Carrere era, en el fondo, un bohemio de guardarropía, pues contaba con un momio de funcionario en algún negociado (¿). Leí una novelita suya titulada “Bienaventurados los mansos” que era estupenda, pero otras suyas eran muy cursis y pomposas, al punto de… no parecer escritas por la misma persona. “La Torre de los siete jorobados” pudo ser escrita por un tal Jesús de Aragón -“Capitán Sirius”-, un oscuro ingeniero aficionado a lo abracadabrante y la ciencia ficción, que impartía contabilidad en academias particulares.
    Como curiosidad, decir que hace poco derribaron el Sanatorio del Doctor León, en la plaza de Mariano de Cavia de Madrid, donde decían que se fingió loco durante la Guerra.

  2. Bremaneur

    Gracias por la información. No sabía que habían derrumbado el sanatorio. He pasado muchas veces por delante, fijándome siempre en esas rejas…

    A Carrere se le ha vuelto a editar. Valdemar ha publicado varios volúmenes de él. Ayer vi «La torre de los siete jorobados». Gran película.

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