Introducción a la novela de Gabriel García Maroto, Girón, publicada por Espuela de Plata.
La labor artística, pedagógica, tipográfica, crítica, intelectual, poética y editorial de García Maroto fue incesante. Muchos viajes y largas estadías. Era un hombre de frente despejada, moreno y de ojos verdes. No muy alto, como los españoles de entonces. Delgado y vigoroso. Su rostro de agricultor manchego no desentonaría en una fotografía de Ortiz Echagüe o de Kurt Hielscher; tampoco en las que, décadas después, asoman de nuevo en los reportajes más pintorescos de Evelyn Hofer o de Fulvio Roiter: campesinos enjutos, rostros curtidos, incansables en el afán diario de sus tareas.
García Maroto había nacido en 1889 en La Solana, Ciudad Real, y de niño, cómo no, trabajó en el campo. Fue un hombre inquieto y se ve que testarudo. Montó en su pueblo su propio taller, imprimió sus primeros libros en la imprenta de Rogelio de la O y en Ciudad Real asistió a las clases del pintor Ángel Andrade. Se instaló en Madrid en 1909 y asistió a numerosas clases, por la mañana y por la noche. Trabajaba de tendero para sobrevivir, pero no debía de ganar lo suficiente, porque en 1910 regresó a su pueblo para pedir una beca de la Diputación, que le fue denegada. Ese mismo año se presentó en la Exposición Nacional de Bellas Artes, expuso y ganó un premio que le llevó a viajar por Italia, Francia, Bélgica y Holanda en la primavera de 1911. Un año después estaba de nuevo instalado en Madrid y por lo tanto en sus tertulias. Tenía 22 años.
En torno a 1913 o 1914 sufrió una crisis espiritual que le llevó a buscar consejo en Miguel de Unamuno, y tras permanecer unos meses en Salamanca se refugió en el Monasterio de Silos, donde pasó el verano de 1914. Dejó constancia de todo lo que hizo: de su viaje por Europa y de su crisis. Todas sus experiencias fueron plasmadas en sendos libros escritos con las trazas de sus dibujos: máxima expresión en líneas esenciales. Gonzalo Torrente Ballester, que apreciaba su obra, comentó con cierta ironía que los dibujos del libro de Clemencia Dane, La leyenda de Madala Grey, publicado por García Maroto en su editorial Biblos, recogen «cierto aspecto misterioso de la trama», y remata: «Y no deja de ser curioso, ya que Maroto no creía en el misterio (oficialmente)».
Se casó en noviembre de 1915 con Amelia Narezo Dragonné y tuvo tres hijos que también le salieron artistas y con obra de cierto interés: Gabriel, Sara y José. Los dos pequeños, sordomudos. Vivió la familia en Barcelona primero y más tarde en Santander. Abundaron los viajes. A Madrid también, por supuesto, donde expuso y fue premiado. Montó su primera imprenta en la capital y publicó el primer libro de poemas de García Lorca e imprimió los dos primeros números de la revista Índice, dirigida por Juan Ramón Jiménez. Trabajó incansablemente, tanto en España como en México, adonde viajó en 1928 para residir allí durante seis años. Basta echar una mirada a la entrada que le dedica Juan Manuel Bonet en su diccionario de las vanguardias para comprobar lo ímprobo de su tarea, por la sucesión de libros, exposiciones, empresas y andanzas durante toda su vida. Gabriel García Maroto, sí, fue un español empecinado y prolífico, pero sobre su empeño y lo copioso de su obra se encima la impronta personal que dio a todo su trabajo. Torrente Ballester lamentaba a mediados de los años 80 que no se hablara ya de García Maroto, y lo situaba como precedente de los artistas del socialrealismo, e insistía en que su virtud estaba, sobre todo, en la poesía de sus dibujos.
La guerra
Para muchos escritores y artistas, la guerra civil supuso un momento de quiebra, ya fuera porque el 18 de julio de 1936 estaban en territorio del bando contrario o porque se vieron obligados a elegir uno, para salvar el pellejo o para arrimar el ascua a su sardina. Otros, los más imbuidos en el bullicio político del momento, estaban deseando, al igual que el resto de sus camaradas de partido —el que fuera— que estallara la contienda. García Maroto se encontraba en Madrid, ciudad republicana, cómoda para alguien que, como él, se había arropado siempre con la bandera roja.
Se multiplicó durante la guerra pese a los reveses personales. Su mujer había muerto ya y la escuela que crearon en Madrid en 1934 para la enseñanza de sordomudos, ubicada en su propia casa, quedó completamente destruida tras un bombardeo. Atar su formícida labor en el hato de un resumen resulta muy complicado, por la cantidad de tareas que llevó a cabo. Llegó a ser nombrado Subcomisario General de Propaganda y dirigió el Taller de Artes Plásticas de la Alianza de Intelectuales y Artistas Antifascistas de Madrid, y se movió de acá para allá organizando e impulsando muestras, dando mítines y visitando el frente. Escribió y dibujó en revistas como El Mono Azul, Nueva Cultura, Madrid, Mi revista o la cubana Facetas de actualidad española y en libros como el Álbum de Homenaje al General Miaja o el opúsculo Un jefe del Ejército Popular: Teniente Coronel Joaquín Pérez Salas. Publicó por su parte Propaganda y cultura en los frentes de guerra y el álbum Los dibujantes en la guerra de España. Participó en Valencia en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas y viajó en misión diplomática durante julio de 1938 a Washington, La Habana y México. Su acción bélica fue más allá de las estrictamente propagandísticas.
Como algunos otros escritores y pintores —cabe recordar el caso de Helios Gómez—, pisó el frente y fue herido en noviembre de 1936 en la Casa de Campo de Madrid, aunque no llegaron a arrancarle las piernas de cuajo, como informó entonces un periódico. García Maroto se alistó en las milicias junto al escritor cubano Pablo de la Torriente Brau (que dejó escritas sus memorias de la guerra en el libro En España peleando junto a los milicianos, sin que en ellas aparezca el manchego). En agosto de 1937, el Cónsul general de México en España, Alejandro Gómez Maganda, publicó en Mi revista, dirigida por Eduardo Rubio Fernández, alias El Chichito, un adelanto de lo que iba a ser un libro sobre la guerra Sangre en España (sin que al parecer llegara a ver la luz). En el fragmento habla de su encuentro en Valencia con León Felipe y García Maroto: «León Felipe y Berta Gamboa luchan incansablemente, al igual que Gabriel García Maroto, que regó ya su sangre en las trincheras de Madrid. Este Maroto, inteligente y cordial, que me dice luego en frases que se entrechocan: “Fui herido y estoy por casarme…” “Cuando caí, dije a la mejicana: ¡ya me chingaron…!”»
Poco más sabemos de la actividad de García Maroto en el frente y de sus heridas, excepto que de su experiencia nacería esta novela, Girón: cuarenta y ocho horas en la vida de un comisario, y que durante su convalecencia conoció a la que sería su segunda mujer, Ángeles Egea Ramos. Con ella, con sus hijos y en compañía de Enrique Díez Canedo y su familia, abandonaría España con pasaporte diplomático para dirigirse a finales de septiembre de 1938 a México, en un viaje que tenía las mismas trazas de un regreso que de una huida.
Girón está fechada en octubre de 1937 y pretende ser, más que un artefacto de ficción, una guía espiritual para los comisarios políticos de la República. El comisario político ejercía una importante labor de proyección moral que estaba por encima de sus conocimientos tácticos o militares. Como resumía un folleto de instrucción y propaganda: «¡Comisario!: el primero en el ataque, el último en la retirada».
Comisarios
Largo Caballero creó el Comisariado General de Guerra el 15 de octubre de 1936:
La naturaleza político-social de las fuerzas armadas que actúan en todo el territorio sometido al Gobierno legítimo de la República y el motivo mismo de la guerra civil hacen necesario, a la par que imprimir la máxima eficacia militar al Ejército en armas contra la rebelión, ejercer sobre la masa de combatientes constante influencia, a fin de que en ningún instante se pierda la noción de cuál es el espíritu que debe animar a la totalidad de los combatientes en la causa en favor de la libertad. En ningún caso esta necesidad está en pugna con la absoluta conveniencia de prestigiar la autoridad de los mandos. Antes al contrario tiende, además de a lo que consignado queda, a establecer una corriente espiritual y social entre los Jefes, Oficiales y clases del Ejército leal y los soldados y milicianos que componen el volumen total de éste, de tal suerte que el noble afán combativo que a todos nos agrupa en los momentos actuales se centuplique, y al ser traducido en hechos, tengan éstos la virtud de que cada acción del Ejército leal al régimen sea paso firme y definitivo en orden al logro de la victoria total. Por lo que antecede, he tenido a bien disponer: 1.° Se crea un Comisariado general de Guerra, cuya principal misión consistirá en ejercer un control de índole político-social sobre los soldados, milicianos y demás fuerzas armadas al servicio de la República y lograr una coordinación entre los mandos militares y las masas combatientes, encaminada al mejor aprovechamiento de la eficiencia de las citadas fuerzas. 2.° La acción de este Comisariado se extenderá a todo el territorio sometido al Gobierno legítimo de la Nación y tendrá su natural campo de desarrollo en las diversas Divisiones, Brigadas, Regimientos, Batallones, Columnas combatientes y unidades armadas de cualquier clase e índole […]
Aparecía así, en la guerra española, una figura clásica del ejército bolchevique: el «politruk». Era una figura conocida, sobre todo por los militantes comunistas. Las novelas rusas sobre la Revolución contaban las hazañas de los comisarios, y el propio García Maroto había publicado en su editorial Biblos, con treinta dibujos suyos, la que quizá sea la mejor novela sobre el tema: La caballería roja, de Isaak Babel, que compite en excelencia con los dos libros que, desde el punto de vista contrario, escribió Borís Sávinkov, El caballo amarillo y El caballo negro.
No es descabellado ver en el comisario político la figura de un sacerdote, un guía espiritual que recordara en todo momento la esencia de la batalla y el sentido de la muerte. Enrique Castro Delgado, primer comandante del 5º Regimiento de Milicias Populares, también Subcomisario General de Guerra, publicó un artículo en la revista Comisario titulado «Las tareas del comisario en la fase actual de la guerra», en el que dice: «Todos los Comisarios deben tener presente que, cuanto mayor sea durante la batalla el esfuerzo pedido a los combatientes, mayor ha de ser también el cuidado que debe prodigárseles. Enfrentar al enemigo un Ejército disciplinado, unido políticamente en torno al Gobierno del Frente Popular, amante y conocedor de sus armas y de los métodos modernos de combate, cargados todos los combatientes, soldados y mandos, de confianza mutua, educados en espíritu de odio al fascismo, con la inconmovible voluntad de aniquilarlo durante la batalla, mientras el enemigo no rinda sus armas y se entregue, y aumentar la capacidad de resistencia de nuestro Ejército, convirtiendo cada palmo de terreno en un campo atrincherado: ¡He aquí la gran tarea de hoy!».
Espíritu de odio y voluntad de aniquilación. Y en torno a esa raíz esencial, innúmeras tareas: charlas con los soldados, discursos, control de los recursos, del estado de las fortificaciones, organización, enlace con los mandos y, por encima de todo, el mantenimiento de la disciplina, que viene a ser para el soldado lo que el ejercicio de la fe para el religioso.
En uno de los libros más desconocidos de la guerra, Traición: cuartillas vividas por el autor durante la guerra de España, Emilio Mascort d’Ortal, comandante de milicias del Ejército Popular de la República, arremete con dureza contra el Comisariado: «[…] creo que este cuerpo [h]a sido uno de los factores principales que nos ha inducido a perder la guerra]. Con su estilo llano, Mascort dedica un breve capítulo a la institución:
Cuando espontáneamente se crearon las milicias los mandos de las mismas eran compuestos en su mayoría por mandos profesionales, y claro está, no todos eran de confianza de los que componían sus unidades, y se pensó controlarlos por medio de un organismo que aseguraba su eficacia, y copiando al Ejército Rojo se creó el Comisariado, creyendo seguramente (y no dudo que de buena fe) que daría el mismo resultado que en Rusia.
Pero no se tuvo en cuenta que en la U.R.S.S. había un partido que por todos los medios quería imponerse sobre los demás para gobernar el país bajo su ideología, y por lo tanto tenía que infiltrar dentro del Ejército los hombres que eran de su confianza, y no permitió que ningún otro partido hiciera política dentro de sus filas, siendo este el motivo por el cual se creó el cuerpo de Comisarios, solamente podrían formar parte de él los Comunistas bien probados.
Por esto el Comisariado en nuestro ejército fue un gran fracaso, ya que siendo un cuerpo político (aunque muchos de los que lo formaban se creían tan capacitados militarmente como el propio Napoleón) donde estaban representados todos los partidos políticos y sindicales que apoyaban al Gobierno, y en vez de preocuparse de las necesidades del batallón y de ayudar al mando del mismo solo se preocupaban de hacer política, y todos los sectores miraban la manera de poder alcanzar más puestos dentro del cuerpo, para de esta manera tener más unidades controladas y servirse de ellas para sus apetitos personales y de partido.
Para ello utilizaban los afiliados más audaces y más intrigantes (salvo raras excepciones) para que infiltraran a las tropas la ideología que cada uno de ellos representaba. Si encontraban Jefes y Oficiales que no permitían que hicieran obra de partido les hacían la vida imposible, haciendo denuncias falsas, y diciendo que eran fascistas, Troskystas, etc…, etc…, sin tener en cuenta si dichos Jefes y Oficiales pertenecían o no a un partido político del frente popular, muchas de las veces los denunciantes eran recién entrados en los partidos políticos o sindicales que formaban parte del frente popular, y los denunciados fundadores de estos partidos y que se habían distinguido por su anti-fascismo habiendo sido perseguidos la mayor parte de las veces antes del movimiento, pero esto no era motivo para que al Comisario le quitaran la razón pues bastaba solo una denuncia de este para que el Jefe u Oficial fuera destituido o castigado. Y así se llegó a que el Ejercito no era más que un nido de intrigas y de política rastrera.
La mayor parte de la tropa los detestaba y decía «a pesar de los Comisarios ganaremos la guerra» y los distinguían con el sobre nombre «de los curas rojos» lo que prueba claramente la labor destructora que hicieron dentro de las unidades.
Girón
Estos son el haz y el envés del comisariado político durante la guerra, y el contexto que se ha de tener en cuenta a la hora de leer la novela de García Maroto, porque sus defectos no son tanto de estilo como de concepción. Girón es una novela política de guerra, y por tanto está contaminada por su propio fin, que no es sino el de mostrar la heroicidad del protagonista, que parece seguir las directrices marcadas por el artículo antes señalado de Castro Delgado, y en el que se resume la atmósfera de la novela: «En el combate el Comisario debe ser animador permanente de sus hombres. Él, con sus gritos, debe empujarles a vencer los momentos más duros del combate. Él debe ser un ejemplo constante de heroísmo, entusiasmo y abnegación. Porque el Comisario de nuestro Ejército Popular no solamente debe ser el preparador de los hombres para el combate, sino que debe ser además el mejor combatiente. Y después del combate deberá informar a los soldados y a los mandos de los resultados de éste, sacando enseñanzas, corrigiendo debilidades y ensalzando los hechos heroicos».
Si atendemos al nombre que, según Mascort, daban los soldados a los comisarios, los «curas rojos», seremos capaces de comprender el patetismo del personaje y de indultar a su autor por su arquetípica creación.
La novela de García Maroto recibió un premio del Concurso Nacional de Literatura, creado en 1922 por la Dirección General de Bellas Artes, y que había sido interrumpido al empezar la guerra. Los premiados en 1938 fueron los siguientes:
En la sección de guiones de cine, Manuel Villegas López, por Antes de las Trincheras. Juan M. Plaza, por Defensa de la tierra. Santiago Ontañón y Javier Farias, por Caín.
En la sección de novelas, César M. Arconada, por Río Tajo. Maximiliano Álvarez, por Madrid, tumba del fascismo. Gabriel García Maroto, por Cuarenta y ocho horas de la vida de un Comisario.
En la sección de teatro, Miguel Hernández, por Pastor de la muerte. Manuel Altolaguirre, por Ni un solo muerto. Eusebio de Gorbea, por Camino Real. Germán Bleiberg, por La huida. Manuel Sánchez Ortega, por Nuestro enemigo. José Romillo y Manuel Flaiz, por Singladura roja.
En la sección de reportajes, José Herrera Petere, por Acero de Madrid. Clemente Cimorra y otros por Madrid es nuestro. Antonio Sánchez Barbudo, por Entre dos fuegos.
En la sección de poemas de guerra, Pedro Garfias, por Héroes del sur. Emilio Prados, por Destino fiel. Juan Gil-Albert, por Nombres ignorados. Arturo Serrano Plaja, por El hombre y el trabajo. Rafael Beltrán Logroño, por Voz.
En la sección de cuentos infantiles, fueron premiados Saturnino Sánchez Castañeira, Juan Benimeli, Carmen García Antón, Ramón Jordá Canet y José Bugallo Sánchez.
El manuscrito de Girón se conserva en el RGASPI, el Archivo Estatal Ruso de Historia Política y Social, en los expedientes relativos a las Brigadas Internacionales, concretamente en el inventario 3 entre los que se encuentran los documentos de la 14ª Brigada.
El manuscrito incluye correcciones, anotaciones, censura y sugerencias para su publicación. En la portada aparece Girón tachado, y se mantiene lo que parecía ser originalmente el subtítulo, «Cuarenta y ocho horas en la vida de un comisario», título con el que recibió el premio.
La importancia de la novela radica en su papel propagandístico, que para quien revisó el manuscrito resultó ser un tanto débil y desvaído. Al final de las páginas conservadas aparece un informe implacable. El censor, que incluye al final una serie de indicaciones concretas sobre lo que se ha de suprimir y cambiar para conformar la solidez política del texto, parece un tanto irritado por la abnegación valerosa del protagonista y por la esencia espiritual que parece trasminar de entre las páginas dedicadas a Girón. El cientifismo comunista parecía reñido con la filosofía que se desprende de la actitud del comisario, más abocado en su ser hacia la muerte que en ser un cadáver en vida, como mandaba la sentencia jesuita tantas veces aplicada al militante comunista y que se ha convertido en lema de la obediencia extrema: perinde ac cadaver.
Desde el punto de vista político, de afirmación de los rasgos políticos de nuestra lucha, la novela tiene una construcción muy débil. Por ejemplo: a través de toda ella —hay que tener presente que es la primera novela de nuestra guerra que se escribe sobre uno de los aspectos más fundamentales de la guerra misma: la obra y papel del Comisario Político— no se dibuja bien y justamente el carácter de independencia de nuestra lucha, este matiz solo se acusa muy vagamente en ciertos capítulos pero no adquiere la grandeza suficiente del principio al fin.
Unido a esto otra debilidad que manifiesta con más intensidad es la ausencia del carácter de la nueva España que se forja en la lucha. Por ejemplo no aparece expresada en sus episodios ninguno de los adelantos de conquistas más vitales ganadas por el pueblo en armas. Pero entre todo esto, como parte inseparable, falta totalmente la definición, divulgación, de la política del Frente Popular. El Frente Popular como organización y fuerza vital impulsora de todas las energías del pueblo, en el frente y en toda la vida civil, no aparece absolutamente. Estas faltas de tipo político en la situación del país al aparecer alejadas del desarrollo de la novela —que está construida y viviendo la época de un año después del 19 de julio, después de la ofensiva de Brunete y de la caída del Gobierno Caballero— conducen a una gran falta de claridad en muchos capítulos y episodios sobre el papel del Comisario Político, sobre su concepción del carácter de la lucha y de su trabajo. La mayor parte de lo que podríamos llamar «síntesis y actividad del trabajo del Comisario en el frente» aparece limitado, tanto en los discursos del Comisario Girón —comunista— en sus relaciones con los jefes, en su vida con los soldados, en sus reuniones con los Comisarios de Batallón, Brigada y División, y en los actos con los nuevos reclutas, a problemas de orden sentimental o romántico, y no se perfila en ninguno de estos episodios la figura rigurosa del Comisario como hombre que realiza en el Ejército la política del Frente Popular, como hombre que educa a las tropas y atrae a los mandos en el odio al invasor y la adhesión a la independencia de la patria, como hombre que se interesa por los problemas concretos y pequeños de los soldados, como hombre que ante las dificultades, dudas e incomprensiones que aparecen frecuentes en la novela por parte de otros Comisarios resuelve lógica y educativamente estos problemas.
El papel de Comisario aparece así lleno de tibieza debido a la falta de un mantenimiento del principio al fin del espíritu político de la lucha del pueblo español.
El ejemplo del Comisario Girón, intérprete, personaje decisivo en toda la obra, que quiere situarse como modelo en el trabajo de todos los Comisarios, carece de esta visión real, valiente pero creadora y fecunda de lo que es el esfuerzo y misión del Comisario de Guerra.
Lo más destacable que aparece en la novela como actitud en el Comisario es el valor y la temeridad, la obsesión constante de tener fija la muerte, de pensar en ella, de recurrir a ella y de despreciarla heroicamente. Se da la impresión de que el Comisario era principalmente en el Ejército un hombre de valor.
En el capítulo de la primera operación militar hay una interpretación confusa y falsa del papel del Comisario y el del jefe. Se perfila un jefe muy capaz y leal, cuyo Comisario es Girón. Y sin embargo la operación, en sus alternativas, aparece dirigida por el Comisario y no por el jefe, que está a su lado. De esta forma el poder técnico aparece suplantado sin causas justificadas por el poder político. En todo el proceso de desarrollo de la novela hay una tendencia excesivamente «policiaca» sobre la vigilancia hacia los jefes. Casi toda la obra en este aspecto se desenvuelve en un espíritu de recelo indiscreto, pero lo más importante es que en ella no se ve una orientación clara de los Comisarios sobre el control de los jefes ni sobre cómo trabajar con ellos tanto para ganar a los que sean honrados definitivamente para la causa del pueblo, como para desembarazarse de los que son enemigos.
También en el trabajo del Comisario ante las operaciones ofensivas del frente la impresión es totalmente pobre, pues este trabajo parece que consiste solo en que el Comisario, el más alto, hable unos minutos a los soldados y de cosas poco aleccionadoras para el combatiente. No se observa el trabajo de los Comisarios de Batallón y Compañía, el trabajo con los jefes de las unidades inferiores, la atención a las máquinas, que en la operación que refleja la obra tienen una misión decisiva.
Estas son a grandes rasgos las faltas principales de orden político que hacen aparecer la novela como una cosa a la cual le falta la orientación y el contenido político que encauza toda la vida del país y de nuestro Ejército.
Estas correcciones deben hacerse porque el personaje central de la novela es un Comisario Inspector de todo un frente, destacando su filiación comunista. En lo demás la novela es interesante.
Por mucho interés que tuviera la novela para quien redactó el informe, jamás llegó a publicarse, como sí ocurrió con otras obras que lograron premios ese mismo año. Sin duda, la carga propagandística no era suficiente y quienes decidieron rechazarla consideraron imperdonables los errores señalados.
En cualquier caso, de haber corregido las faltas y reescrito las partes más perniciosas para los intereses del Partido, la novela habría sido peor, un panfleto ayuno del espíritu que García Maroto pretende insuflar a su personaje, quizá el valor más destacable de estas páginas.
El informe terminaba con puntualizaciones más precisas, señalando concretamente las páginas en las que el Comisario ficticio no actúa como lo haría un verdadero Comisario comunista del Ejército Popular.
Página 4. La parte subrayada debiera retirarse, porque es desagradable. [Hay dos partes subrayadas: «a un no vivir sino es para un hacer la guerra» y «amadamados»
Página 8. Las tres líneas subrayadas deben retirarse o modificarse, pues en el fondo, lo que parece la crítica del uniforme de Comisario, es un desprecio a la regularización del Ejército. [Desde «que les obliga ponerse» hasta «color»].
Página 13. Todo el párrafo subrayado es totalmente injusto y falso. En boca de un Comisario comunista no puede ponerse tal concepción del papel del Partido porque los Comunistas, aunque sean Comisarios, están convencidos de que la política de su Partido es la única verdad auténtica, segura y victoriosa, y en el trabajo político del Ejército la verdad política es la política del Frente Popular. [Se refiere a la parte del diálogo que empieza por «A mi juicio»].
Página 30. El juicio sobre las gentes campesinas aún no suficientemente compenetradas del gran alcance de nuestra lucha es demasiado acusador y frío, poco comprensivo del espíritu de las capas más atrasadas del campo. Debe corregirse, porque este mismo espíritu, más frío aún, se revela en otros capítulos de la obra en que mientras se alaba el sacrificio y la humildad de dos antiguas damas de caridad, cuya familia se fue al campo enemigo, frente a ellas se forma un juicio despreciativo de la gente del pueblo, incapaz e ignorante. [Desde «Hasta hace poco se animaban» hasta «En su mano está, coronel»].
Página 62. En todas las reuniones que el Comisario celebra con masas de soldados, con sus Comisarios extra siempre aparece «con demasiada» prisa, y a través de esta prisa —llegar y marchar— el Comisario no resuelve los problemas que le plantean los comisarios, jefes o soldados, junto con ellos mismos. El Comisario en estas reuniones donde se expresa su misión no puede siempre «ir con prisa». Todo el tono del discurso del Comisario a los nuevos reclutas es deprimente, policiaco y temerario. No enseña ni da una auténtica moral a los soldados. No habla de la causa de la independencia, de lo que ellos defienden en la guerra política y económicamente. No se les da la impresión de que es el nuevo Ejército Popular.
Página 70. La parte subrayada es injusta en el papel del Comisario. Él debe allí señalar el camino, el trabajo, las tareas a realizar. [«Eso es cosa tuya»]
Página 72. Injusta también la respuesta del Comisario. [No sé cómo quedáis…]
Página 82. Aquí, que es momento oportuno, no se dice nada del Frente Popular, de la unión de todo el pueblo en una sola política para ganar la guerra.
Página 98. En diversas partes de la obra se dibuja una tendencia del Comisario mismo a crear en el Ejército una atmósfera hostil a la retaguardia «optimista». No se explica en qué consiste, cuáles son las causas de ello, y cómo hay que cambiarlas y qué obstáculos se enfrentan. No hay un espíritu de colaboración entre el Ejército y la retaguardia.
Página 111. Lo subrayado que ataca a la retaguardia está falsamente construido. [Desde «Esa Valencia» a «cuadros»].
Página 115. Continúa el espíritu de crítica negativa persistente a la retaguardia. El Comisario no puede alimentar esa tendencia.
Página 125. Modificar lo subrayado. [la lealtad, la selección, la lógica, la continuidad].
Página 128. Invoca de una manera superficial y burocrática el papel del Comisariado. No hay que olvidar que el Comisario Girón aparece como un Comisario lleno de vitalidad, dinamismo, impulso, contacto vivo con los hombres del frente.
Página 130. Corregir lo subrayado. [«Recordármelo mañana en la tarde»].
Página 151. En el momento pleno de combate esa expresión es un concepto vago. [«hasta donde se pueda ir aliados con esta señora comprensiva y razonadora».
Página 161. Todo el capítulo de la ofensiva el papel del Comisario aparece como si fuese el Jefe militar supremo del frente.
Página 189. La parte final del «cuaderno de notas» debía de modificarse pues acusa en el Comisario ejemplar una obsesión hacia la muerte, constante, que no es justa.
Quien haya leído informes de censura que se redactaron durante el franquismo para permitir o prohibir obras literarias producidas durante toda esa época, reconocerá que hay una cierta afinidad en el tono y una deriva de lo expuesto hacia el sermón. En cualquier caso: el Partido no quería una novela en la que un soldado habla de la muerte, sino un panfleto; no una atractiva novela de discursos deprimentes, policiacos y temerarios, sino un manual del buen comisario. Por fortuna para el lector, Gabriel García Maroto no lo escribió.
Nuestro Pueblo
Girón nunca llegó a ser publicada, seguramente porque se echó encima el final de la guerra. De todos aquellos premios nacionales, fueron muy pocas obras las que vieron la luz esos días. En la editorial Hora de España aparecieron dos, Entre dos fuegos, de Antonio Sánchez Barbudo, y Nombres ignorados, de Juan Gil-Albert. En la editorial Nuestro Pueblo, Héroes del sur de Pedro Garfias, Acero de Madrid de José Herrera Petere, y Madrid es nuestro de Clemente Cimorra, Jesús Izcaray, Mariano Perla y Eduardo Ontañón. Otras dos obras aparecieron algo después en el exilio: César M. Arconada publicó Río Tajo en Varsovia en 1951 y 1952, y Arturo Serrano Plaja El hombre y el trabajo en París en 1947.
Por la adscripción comunista de García Maroto, cabe pensar que el libro, de aparecer, lo hubiera hecho en Nuestro Pueblo. Apenas hay referencias de fuste a esta editorial. En la revista El Libro Español apareció una nota curiosa en su número de junio de 1970:
Hemos recibido de la Editorial Ramón Sopena, S. A., una atenta carta en la que se aclaran conceptos sobre algunas ideas expuestas por nuestro colaborador J. B. Filgueira en su reportaje sobre «La Industria Española durante la Guerra». Con mucho gusto reproducimos la aclaración de Ramón Sopena, S. A. Véala aquí el lector en sus párrafos sustanciales.
«Hacemos referencia al nº 148 del mes de abril de El Libro Español.
En el mismo se inserta el artículo “Durante la guerra española la industria editorial no pudo desarrollarse bien”, de J. B. Filgueira, y en el subtítulo “Situación difícil de la industria editorial”, se dice lo siguiente:
“… me refieren en la Cuesta de Moyano que el librero José Fernández Berchi se trasladó en cierta ocasión a Barcelona para pagar la factura de unos libros a la Editorial Sopena. No quisieron cobrárselos. La Editorial había sido colectivizada y tomado el nombre de Editorial Nuestro Pueblo».
Sin la menor intención de polémica, y con el único objeto de no inducir a confusión a los lectores de El Libro Español, debemos comunicar a ustedes que, si bien ignoramos los motivos por los que el citado librero no pudo hacer efectiva la factura que debía a Editorial Ramón Sopena, S. A., lo que sí resulta claro es que no fue por las razones que se mencionan en el artículo, pues nuestra editorial que desde luego fue colectivizada en aquella época, no tomó el nombre de Editorial Nuestro Pueblo, sino que siguió con el de Editorial Ramón Sopena, sustituyéndose las siglas S. A. (Sociedad Anónima) por las de E. C. (Empresa Colectivizada). Como aclaración manifestamos que, en aquel período, existieron las dos empresas Editorial Ramón Sopena, E. C., y Editorial Nuestro Pueblo, sin que existiera ninguna vinculación entre ambas.
Aparte de lo expuesto, y como dato anecdótico, queremos informar que en aquel período era Presidente de la Cámara del Libro don Joaquín Sopena, y que las oficinas de la citada Cámara estaban instaladas en el edificio del Fomento del Trabajo Nacional (Casa Cambó), en la Vía Layetana, número 32, donde actualmente radica la Delegación Regional de Comercio. De allí fue desalojada la Cámara del Libro, que se trasladó precisamente a la Editorial Ramón Sopena, E. C. A estas oficinas se trasladó lo más imprescindible para poder seguir actuando, por cierto precariamente dadas las circunstancias, y tanto el archivo como la biblioteca y otros enseres se depositaron en los sótanos de la Editorial».
Lo cierto es que sí hubo vinculación entre ambas editoriales, aunque solo fuera porque compartían imprenta. El colofón de Los de ayer, de Rafael Vidiella, de la editorial Nuestro Pueblo, reza así: «Este libro ha sido compuesto, impreso y encuadernado por obreros de la U.G.T. y de la C.N.T., en los talleres de la “Editorial Sopena”, empresa colectivizada, y se terminó el día 3 de septiembre de 1938».
Otra referencia curiosa es la que dio Ramón J. Sender sobre la influencia que el ministro de Instrucción Pública tenía sobre sus publicaciones:
Pero en 1938, cuando salió mi libro [Contraataque] en Barcelona estando yo en la ciudad, había en alguna de sus páginas (no recuerdo cuál, porque no tengo ningún ejemplar) una línea en la que decía: «algunos creen que yo soy comunista, y me extraña, porque no lo soy». La frase tiene congruencia y es una aclaración lógica que respondía a la verdad. En la imprenta de la editorial Nuestro Pueblo el ministro de Educación Jesús Hernández hizo cambiar esas líneas.
Nuestro Pueblo fue una editorial fundada por quien Salvador Albiñana describió como «la figura clave en la modernización de la industria editorial en España», Rafael Giménez Siles. De él dependieron gran parte de los proyectos editoriales de la República que pretendían unirse junto al proletariado en la «lucha contra la producción y la dominación burguesa». Así lo dejó escrito en un artículo de la revista Post-Guerra de septiembre de 1927 junto a José Antonio Balbontín, uno de los abogados que colaboraba con el P.C.E. De Giménez Siles surgieron editoriales míticas como Oriente y Cenit, y para ellas trabajaban como traductores los hermanos Pumarega, Ángel —el mayor— y Manuel.
Ya antes, junto a Ángel creó Giménez Siles el diario Mundo Obrero. Los pormenores los detalló el periodista de la C.N.T. Jacinto Toryho en su libro Del triunfo a la derrota.
En 1932, una vez separado del partido el grupo Bullejos-Adame-Vega-Trillas, capitaneado por el primero, se propuso la Komintern que los bolchevizantes españoles dispusieran de un periódico, propósito que hizo posible el gerente de la Editorial Cenit, señor Giménez Siles, con la colaboración del traductor Ángel Pumarega. En diversas remesas la Internacional envió a España 150.000 pesetas, con las cuales fueron adquiridos parte de los enseres de una imprenta en la calle de Andrés Mellado, 4, de Madrid, y la antigua rotativa de El Socialista. Giménez Siles hizo de comprador, poniendo los bienes a su nombre; el mediador fue Pumarega, por cuyo servicio percibió una comisión de 15.000 pesetas. La comisión obtenida por Giménez Siles fue obtener permiso para montar en el local de la imprenta la maquinaria de Cenit e imprimir allí sus obras, obligándose a pagar la mitad del alquiler donde estaba instalada la imprenta, de la que, además de Mundo Obrero, salieron libros, folletos y todo material de propaganda en singulares condiciones económicas.
Fue con este Ángel Pumarega con quien García Maroto creó su editorial Biblos, con un catálogo final de unos quince títulos, todos ellos editados con el estilo marotiano. Andrés Trapiello lo ha sabido valorar, al menos el relativo a su labor tipográfica, que no anda muy lejos en cuanto a calidad y personalidad se refiere respecto al resto de su producción. En Imprenta moderna le dedica unas páginas muy singulares, a caballo entre el reconocimiento de una labor de genio particular y el asombro por el hecho de que aunara el vanguardismo con cierta tosquedad pueblerina que le imprimía a todos sus artificios.
Ángel Pumarega fue uno de los fundadores primeros del P.C.E., y como tantos de ellos provenía del anarquismo. Llegó a ser subdirector de Mundo Obrero y a partir de 1934 comenzó a trabajar en el diario Ahora. Pumarega era unos diez años más joven que García Maroto. Había nacido en 1898 o 1899, y con veintiún años protagonizó un suceso de aire tremendista. Después de salir de los talleres del periódico matutino en el que trabajaba, cogió un taxi —entonces un coche de punto— que debía dejarle al final de la calle Miguel Ángel. Sin salir del auto, y a la altura de la calle Almagro, Pumarega sacó una pistola y se pegó un tiro en el pecho. Fue dado de alta en el Hospital de la Princesa (El Fígaro y El Liberal, 27 de febrero de 1920). La prensa especuló sobre los motivos del intento de suicidio, adjudicándolos a «reveses sufridos en el juego».
Sabemos que Nuestro Pueblo fue puesta en marcha por Giménez Siles, pero no sabemos hasta qué punto pudo formar parte de ella Pumarega. Se le pierde el rastro y es imposible saber por ahora si sobrevivió la contienda. Sí lo hizo su hermano Manuel, que emigró a México después de pasar por la República Dominicana junto a su mujer María Teresa Pastor, y que fue acogido en el país gracias a García Maroto. Este murió en México a los ochenta años, en 1969, por «agotamiento senil», después de una vida intensa en la que el mundo se le quedó pequeño, con tanto viaje y tanta obra, inolvidable gracias a la poesía de su dibujo, como dijo Torrente Ballester, y a ese hálito agreste que imprimió a sus libros y que hace que se desprenda de ellos la delicada gracia de una obra de arte.